El
martes un grupo de trabajadores del Sindicato Andaluz de Trabajadores
(SAT) entró de forma organizada en dos grandes superficies y se llevó
sin pagar un importante número de productos de primera necesidad, con
objeto de repartirlos entre los más necesitados. Como consecuencia, el
ministerio del Interior ha ordenado ya la detención de los responsables.
Varios días después podemos confirmar, a mi juicio, que la acción del
SAT ha sido un completo éxito.
Comencemos por el contexto social. Según UNICEF en España un 17’1% de
los niños están bajo el umbral de la pobreza, mientras que Acción
contra el Hambre denuncia que un 25% están desnutridos. Al mismo tiempo 2
millones de españoles se beneficiarán de las ayudas que la Comisión
Europea ha enviado este año –con un total de 67 millones de kilos de
comida- para combatir el hambre en nuestro país. A nadie se le escapa
que las organizaciones solidarias han visto dispararse sus necesidades
para poder atender con eficacia a una población crecientemente
empobrecida.
Pero la acción del SAT ha ido más allá de lo concreto, es decir, del
reparto de comida, y ha penetrado con fuerza en el mundo ideológico.
Decía Guy Debord que vivimos en la sociedad del espectáculo y nos
recordaba, citando a Feuerbach, que en nuestro tiempo “se prefiere la
imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad,
la apariencia al ser”. No hay duda sobre ello: en la sociedad del
espectáculo la imagen importa más que la sustancia y los símbolos se
convierten en el arma más valiosa para las causas políticas y las causas
empresariales. Y la acción del SAT no es una medida contra la crisis
–porque su generalización no resuelve los problemas de raíz- sino una
acción simbólica con un claro contenido político. Es sustancialmente
distinto.
Efectivamente nadie, y los compañeros del SAT menos, tenían como
intención que aquella acción del martes se convirtiera en un elemento
clave del programa electoral. Lo del SAT ha sido una brillante táctica
comunicativa para poner sobre la agenda política un grave problema
social. Hablamos de un pensado golpe contra la ideología dominante, es
decir, contra la concepción del mundo que tiene la gente acerca de cómo
debe organizarse una sociedad. Esta acción ha servido para remover los
cimientos ideológicos de la mayoría de la gente. Por supuesto que no ha
convencido a muchos, quizá la mayoría, pero ha golpeado por primera vez y
con contundencia su sistema de ideas y el cual estaba hasta ahora muy
asentado y consolidado. Ha mermado sus defensas.
No olvidemos que vivimos una crisis ideológica que se manifiesta en
el cambio de cómo la gente concibe e interpreta su realidad más cercana.
La concepción del mundo que había sido dominante hasta ahora se
resquebraja y todo está en duda. Se cuestiona que los políticos y
economistas sepan qué hacer, que las instituciones políticas sean útiles
para resolver los problemas, que las entidades financieras sean
fundamentales, que haya democracia, que las empresas privadas sean
superiores a las públicas, que la policía defienda al pueblo, y también
–y es lo que aquí nos ocupa- que la propiedad privada sea sagrada y esté
por encima de otros derechos como el de la vivienda o la alimentación.
Algunos denunciarán que la acción del SAT es ilegal. Efectivamente,
lo es. Pero la cuestión no reside en saber en qué lado de la frontera
jurídica cae, sino en si es una acción legítima y digna o si por el
contrario no lo es. Y cuando sabemos que las necesidades humanas básicas
pueden satisfacerse técnicamente pero el único obstáculo para
conseguirlo es el propio marco institucional, diseñado en beneficio y
garantía de la gran empresa y las grandes fortunas, es cuando acciones
como las del SAT recobran toda su naturaleza revolucionaria y de
justicia social. En ese punto la ilegalidad es legítima y contribuye a
preparar el terreno para un cambio institucional que primero y ante todo
ha de construirse en el plano ideológico.
Alberto Garzón
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